Tuesday, May 23, 2006

Fábrica de muertos

Fábrica de muertos por Pascual Gaviria
Hace unos meses publiqué en esta columna las revelaciones de un soldado lenguaraz a quien recogí por los caminos de la seguridad democrática a solicitud de uno de sus superiores. El hombre venía entre alegre y desengañado.
Llevaba la sonrisa de todos los militares perfumados rumbo a la civil y la congoja de una bala en el codo que en pocos meses lo tendría por fuera de la milicia. Muy pronto su conversación se convirtió en un pequeño consejo verbal de guerra con un diciente diminutivo como protagonista: "las bajitas". Casi con ternura se refería mi lanza a los muertos enemigos, a los caídos del otro bando y su conversión inmediata en días de descanso y bonificaciones. "Ahh, es que la moral de uno son las bajitas, eso es lo que lo anima a uno a metese con toda", decía mi copiloto elegido.
Las recientes denuncias por ejecuciones extrajudiciales ocurridas durante el 2005 en el oriente de Antioquia me han hecho recordar las palabras de mi escolta militar de ocasión. La Gobernación de Aníbal Gaviria, 23 alcaldías de oriente, la Procuraduría General y la ONU le han pedido explicaciones al Ejército por 24 casos de dudosas muertes en combate.
Parece que esas "bajitas" eran fabricadas en excursiones de soldados ávidos de recompensas y medallas al valor. Según las denuncias entre los muertos se encuentran campesinos de Cocorná, Argelia, Sonsón, San Luis y hasta vendedores ambulantes "reclutados" en barrios de Medellín.
Nunca creí que las historias que mi estafeta de azar me contó esa tarde de diciembre se convertirían en denuncias con nombres propios y primeras páginas. El hombre me habló de la rapiña de los superiores en la exhibición de las "bajitas", de los fusiles abandonados a los que se les consigue dueño, de cómo las ambiciones por un viaje al Sinaí pueden terminar en conjuras y asesinatos.
No hay duda de que el gobierno de Álvaro Uribe y su obsesión por los "positivos" van llevando al Ejército hacia una burda bandada de cazarrecompensas, una eficiente fábrica de muertos que justifica el supuesto triunfo contra la subversión al mismo tiempo que pervierte los galones de sus soldados. El DAS disfraza a los indigentes de terroristas para descrestar con su inteligencia y el Ejército sigue la lógica simple de los sepultureros.
Hace poco decía Antanas Mockus que "cuatro años más de Uribe nos llevan a siglos de violencia por resentimiento"; agregaba que el Presidente "cree que la gente se mueve por billete" y no por convicciones y ponía broche a su entrevista resaltando el peligro que trae la obsesión por una victoria militar: "Veo un triunfo del criterio del éxito como criterio de verdad, es decir, ganamos, pero hicimos cosas sucias".
Por fin Mockus se olvidó de la política abstracta y volvió a la atrevida lucidez.
Es cierto que las guerras construyen sus propias perversiones y que sólo los soldados oyen los susurros sangrientos que entrega el miedo y las insinuaciones torcidas que da el valor.
Las normas en busca de una guerra limpia son un catálogo de buenas intenciones para ser aplicado en el infierno: un consuelo tonto, un dique sin muchas esperanzas. Y sin embargo, todos los gobiernos, con mayor razón si hacen alardes democráticos, deben intentar contener los ímpetus ciegos de la soldadesca antes que despertar sus apetitos y espolear sus afanes. La zanahoria que Uribe está ofreciendo a sus soldados está resultando manzana envenenada.
Cuando el soldado anónimo del pasado diciembre me contó las hazañas dudosas de su escuadra no sentí escalofríos. Hablaba con una naturalidad tan infantil, con un aire tan distraído que nunca logré imaginar a las víctimas. Ahora que se pueden leer las denuncias con los nombres de los vendedores ambulantes y los campesinos mostrados como guerrilleros muertos en combate, las historias triviales de mi pasajero han tomado el tinte negro que siempre merecieron. Lo que son los nombres propios.

El país que sueño

POR JOTAMARIO ARBELÁEZ
CONTRATIEMPO
El país que sueño (24 de Mayo de 2006)
Sueño un país donde no lo vuelvan a uno a pescar de noche.
Sueño un país donde los campesinos, sometidos a la pobreza, a la polarización y al apremio de salvar sus vidas, no tengan que pagar el servicio militar en la guerrilla o entre los paramilitares; no tengan que elegir entre ser sembradores de coca o raspachines, y terminar como desplazados con sus familias a la sombra intermitente de los semáforos.
Sueño un país donde se les restituya la tierra a los despojados y se le otorgue al que la trabaja. Donde se haga una realidad la eternamente postergada reforma agraria. Y donde los propietarios de fincas puedan volver a visitarlas sin temor al secuestro, la vacuna y el boleteo.
Sueño un país donde el campo en paz vuelva a ser el surtidor de las despensas de las ciudades, y las ciudades el sostén de sus abastecedores, no sometidos a condicionamientos ruinosos, como que sus productos naturales vengan a menor precio de los silos del imperio.
Sueño un país donde la guerrilla entre a negociar la paz para que sus integrantes, que una vez ingresaron pensándose liberadores, dejen de ser los vergonzosos guardianes de más de 3.000 secuestrados. Y sueño que no solo se solucione el problema de la guerrilla, sino los problemas de injusticia social que hicieron que la guerrilla surgiera.
Sueño un país donde las niñas del campo no sean ejecutadas por paramilitares por ser novias de un guerrillero o por guerrilleros por ser novias de un paramilitar; donde los campesinos no sean asesinados por unos y otros por haber tenido que ofrecer un vaso de agua a unos o a otros.
Sueño un país donde el paramilitarismo como doctrina no se convierta en una nueva alternativa de gobierno, ni en una fuerza económica que controle medios de producción.
Sueño un país con una izquierda fortalecida por el reconocimiento de sus errores y la contundencia de sus ejecutorias; una izquierda humanista, que haga posible el surgimiento del hombre nuevo.
Sueño un país donde quienes quieran trabajar trabajen, donde el trabajo tenga una remuneración digna, donde se cualifique al trabajador de acuerdo con sus conocimientos y capacidades y no por el poder del dedo recomendante. Y donde haya un seguro de desempleo para que quien se queda en la calle no se tenga que rebuscar entre las basuras.
Sueño un país donde no haya que pagarle impuesto al Estado por consumir un vaso de leche, comerse un huevo, utilizar papel higiénico o leer un libro.
Sueño un país donde la legalización de la droga acabe con la pesadilla del narcotráfico y sus secuelas: la financiación de toda clase de grupos al margen de la ley, el desengatillado comercio ilegal –y legal– de armas, el soborno, la corruptela.
Sueño un país donde la justicia no ampare la violación de la ley, donde impere la justicia social para que los desamparados no tengan necesidad de nuevos sublevamientos.
Sueño un país donde el poeta sea la voz de la tribu, donde los escritores, artistas, compositores vivan de los frutos de su ingenio, y que cuando los sorprenda la vejez y la muerte no sea en los refugios de la pobreza absoluta o relativa. Donde al final sea sancionada la famosa ley del artista, por tanto tiempo postergada, que dejó morir sin verla a Manuel Zapata Olivella y a tantos otros maestros.
Sueño un país donde siga siendo mi hermano quien piense lo contrario de lo que yo pienso. Con quien podamos dirimir nuestras diferencias con abrazos y no con picos de botella.
Sueño un país donde no lo vuelvan a uno a pescar de noche.
Sueño un país gobernado por un hombre íntegro, probo, capaz, que conozca las dificultades del hombre común, ese que hace posible que el país se mueva y salga adelante; un hombre que no tenga miedo de poner en marcha las medidas que hagan posible que Colombia sea el paraíso que por ahora nos oculta la humareda del conflicto armado.
Sueño que este sueño me lo puede cumplir Carlos Gaviria.