Thursday, November 20, 2008

LAS COSAS POR SU NOMBRE

Tratado de Libre Comercio. Suena bien. Pero no es para liberar el comercio, sino para supeditarlo a los intereses de Estados Unidos. Y no es un tratado, sino una imposición arrogante.
Circula en Internet un estupendo sainete de dos cómicos ingleses que explican el tema de la crisis financiera. El uno, en el papel de periodista económico, entrevista al otro, que responde como banquero de inversión. Al cabo de un rato de hilarantes descripciones sobre el funcionamiento del mercado llegan a la revelación final del secreto de las "burbujas": todo está en la confianza que inspiran los nombres.
—¿Dice usted el prestigio de una firma?

—No. Los nombres, los nombres. Que un fondo de inversiones se llame de tal o de cual manera. Si tiene en el nombre la palabra "high" (alto) es mejor que si tiene la palabra "low" (bajo).

—Claro, claro, claro...

Así pasa también, por ejemplo, con el juego de las pirámides, tan de moda entre nosotros últimamente. Una de las que se acaban de hundir, y que se llevó por delante los ahorros de la inverosímil cifra de dos millones de clientes, tenía un nombre estupendo: 'Proyecciones DRFE' (Dinero Rápido, Fácil y en Efectivo). No hubiera atraído a tanta gente si se hubiera llamado Dinero Demorado, Difícil y en Bonos a Largo Plazo del Departamento de Nariño (DDBLPDN). Así pasa también, por poner otro ejemplo, con la llamada Seguridad Democrática. Ni es seguridad, ni es democrática; pero que se llame así inspira confianza. Los fraudes reposan siempre sobre los nombres, que ocultan y disfrazan la realidad de las cosas.

Es el caso del TLC de Colombia con los Estados Unidos que tanto interesa a algunos empresarios avisados, a algunos funcionarios del gobierno que están en el secreto, y a la infinidad de incautos engañados por la sonoridad del nombre. Tratado de Libre Comercio. Suena bien. Pero no es para liberar el comercio recíproco, sino, al contrario, para supeditarlo a los intereses de los Estados Unidos mediante normas dictadas por su gobierno. Y no es un tratado, sino una imposición arrogante de ese gobierno y una abyecta entrega del gobierno y del Congreso de Colombia.

Por eso, y para saber lo que de verdad significa el TLC, no hay que fijarse en cómo se llama sino en quiénes son sus defensores. Tanto los de aquí como los de allá, que en fin de cuentas son del mismo bando: la derecha neoliberal del poder económico. Aquí, además del gobierno y de los funcionarios y políticos cuyo futuro está ligado al de Uribe, un puñado de empresarios exportadores que cuentan con la ventaja comparativa de los salarios baratos y el debilitamiento de las trabas sindicales. Allá, los mismos: el gobierno de Bush y su partido, el republicano, y las grandes corporaciones que lo apoyan y en los cuales se apoyan a su vez ellos. Así, Bush acaba de proponerle al presidente electo Obama un trueque: el respaldo de su gobierno moribundo al plan demócrata de rescate de la industria automotriz a cambio del respaldo del Congreso demócrata de Obama al TLC con Colombia del gobierno de Bush. El Wall Street Journal, periódico republicano, aplaude la idea. En cambio el jefe de gabinete de Obama, Rahm Emanuel, la rechaza diciendo que no se deben mezclar las "cosas esenciales", como es el rescate de la industria del automóvil (que no sólo genera cientos de miles de empleos sino que es el símbolo mismo de la prosperidad de los Estados Unidos) con las secundarias, como es un tratado de libre comercio con un país cuyo único producto que tiene peso en las importaciones norteamericanas es también el único que, por ser ilegal, se queda por fuera del tratado: la cocaína.

Pues los demócratas no se oponen al TLC por las razones nobles que alegan: proteger los derechos humanos y sindicales, tan maltratados en Colombia por todos los gobiernos. Ese argumento suena bien, pero no es cierto. Lo que defienden de verdad los demócratas, como es natural, son los intereses de quienes los respaldan a ellos: sus propios votantes y trabajadores sindicalizados, que con el TLC salen perdiendo por dos razones: porque las industrias norteamericanas exportan su empleo a países donde los salarios son más bajos y no hay sindicatos que defiendan a los trabajadores, lo cual genera o aumenta el desempleo allá; y porque la quiebra agrícola de esos mismos países (abrumados por las exportaciones subvencionadas del sector agrícola norteamericano, que no genera empleo) aumenta la importación de trabajadores inmigrantes que abaratan el empleo allá. Dos cosas que, en cambio, les convienen a las grandes corporaciones que apoyan a los republicanos de Bush y se apoyan en ellos, y en nombre de las cuales habla el Wall Street Journal.

Que por eso se llama así.

Monday, November 10, 2008

Salir del hueco

Salir del hueco
Por Antonio Caballero


La inexperiencia de Obama es un soplo de frescura que limpia el aire, lo renueva, lo hace respirable otra vez

¿Y con Obama, qué?

Desde hace varias semanas la victoria de Obama era casi una absoluta certidumbre. Y sin embargo ante la contundencia del hecho cierto queda uno estupefacto. ¿Un negro presidente de los Estados Unidos? ¡Un negro presidente de los Estados Unidos! Y encima un negro con un nombre inverosímil: Barack Hussein Obama. No Washington, ni Jefferson, ni Hamilton: nombres de esclavos de los Padres Fundadores.

Sino un nombre extranjero, exótico, amenazador, o, por lo menos, chistoso: "a funny name", decía él mismo en sus presentaciones de campaña. Parece un invento de guión cinematográfico de política ficción, o más aun, de ciencia ficción. Un marciano presidente de los Estados Unidos. Increíble.

Pero el asombro implica la esperanza: las cosas pueden cambiar. Oh, sin excesos, por supuesto. Hace un mes recordaba en esta columna la obviedad de que, aunque sea un gringo negro, Obama es un negro gringo: el nuevo presidente del mismo imperio. Y un imperio no cambia sus intenciones ni su rumbo de un golpe sólo porque haya cambiado el timonel. Cuando un trasatlántico empieza a virar, la maniobra toma muchas horas y se lleva muchas millas, y deja un largo y hondo surco abierto en el océano. Y mueren muchos peces.

Y sin embargo, y por encima o a pesar de la sana desconfianza y de los peces muertos, queda la esperanza. Por varias razones.

La primera es que hay que ver de dónde vino esto: de los ocho años más catastróficos que haya tenido en el último siglo la historia de los Estados Unidos, tanto para ellos como para el mundo. Bajo el influjo de unos fanáticos cegados por la ideología y la arrogancia, el presidente más inepto que quepa imaginar ha hecho retroceder a ese inmenso y poderoso país doscientos años: a la antevíspera de la Revolución Americana y de la Revolución Francesa. Y eso, en todos los aspectos que se puedan venir a la imaginación o a la memoria. La restauración de la tortura, el uso de las invasiones preventivas, el sometimiento a los intereses plutocráticos, el estancamiento de la educación y de la ciencia en nombre de la religión, y en nombre del patriotismo el control policial de los propios ciudadanos y su reconversión en súbditos. ¿Tal como aquí? Tal como aquí también, y como allá, y como acullá. Los Estados Unidos de George W. Bush han sembrado en el mundo el miedo, y con la justificación del miedo el recorte generalizado de las libertades, tanto entre sus amigos como entre sus adversarios: en Colombia y en Cuba, en Israel y en Corea del Norte, en Irak y en Irán, en Zimbabwe y en Francia. Y las guerras. Y el deterioro del planeta. Y el empobrecimiento de los pobres, y el enriquecimiento de los ricos, con el resultado final de la quiebra generalizada de los pobres y los ricos (salvo de los muy, muy ricos). Bush, y su ultraderecha republicana, religiosa, patriótica, plutocrática y belicista, neoconservadora en política y neoliberal en economía, dejan un mundo peligroso y un país desprestigiado y deshecho. Un hueco negro.

Lo cual le permite a Obama la posibilidad de cortar por lo sano y empezar desde cero: nada puede ser peor que el continuismo representado por el ex prisionero de guerra McCain y su cazadora de osos Palin. Obama, respaldado por un Congreso propicio y por la esperanza de más de la mitad de su país y de prácticamente el mundo entero, tiene la posibilidad de salir de ese hueco negro. De desembarazarse de las dos guerras perdidas en que se embarcó Bush, la de Irak y la de Afganistán. De no iniciar una tercera con Irán, o una cuarta con la Corea de Kim Jong Il. De restablecer relaciones sensatas, y no de odio patológico o ideológico, con el Irán de los ayatolas, la Venezuela de Chávez, la Cuba de Raúl Castro (y de Fidel), la Rusia de Medvédev (y de Putin), la inmensa China inescrutable. De enderezar, en lo interno, la economía y la justicia. De recuperar el prestigio moral de los Estados Unidos, manchado por Guantánamo y las otras cárceles secretas de la CIA, y su capacidad de contribuir al bienestar colectivo de la humanidad anulando el rechazo (a la vez egoísta y suicida) del protocolo de Kyoto sobre el medio ambiente.

La tercera razón por la que Obama encarna la esperanza está en su propia inexperiencia: esa misma inexperiencia de que lo acusaban sus experimentados adversarios, los responsables de la catástrofe. La inexperiencia de Obama es un soplo de frescura que limpia el aire, lo renueva, lo hace respirable otra vez. Tan importante como las medidas prácticas del cambio (y habrá que ver el nuevo gabinete, y habrá que ver las nuevas propuestas legislativas) es la sensación sicológica de que el cambio puede hacerse. Pues la depresión reinante no es sólo económica, sino sicológica.

Así era también la otra, la Grande, la de los años treinta, que heredó Franklin Roosevelt de los republicanos. Su receta para enfrentarla (sumada a cientos de recetas de sensatez práctica) fue sicológica, resumida en una fórmula que Obama cita a menudo: "A lo único que le debemos tener miedo es al miedo mismo". Que los electores norteamericanos no hayan tenido miedo de escogerlo como presidente a él, un negro y un desconocido, muestra que están perdiendo el miedo. Y vuelve -tal vez; ojalá- a darle la razón a la vieja observación de Winston Churchill:

—Siempre se puede confiar en que los norteamericanos terminen haciendo lo debido una vez que han agotado todas las demás posibilidades.