Thursday, November 22, 2012

Desgobiernos!

Sanandresito del alma
Por: JUAN ESTEBAN CONSTAíN | 6:09 p.m. | 21 de Noviembre de 2012

"Se trata, sin embargo, de una añeja risueña tradición política colombiana. Quizás la más antigua y depurada de todas, perder territorio."

Estoy muy de acuerdo con quienes dicen que, ante el fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya en el litigio entre Colombia y Nicaragua, no cabe ya apelar al discurso patriotero ni al nacionalismo barato.

Además porque todo nacionalismo es barato, y lo barato sale caro. Y eso lo sabemos de sobra aquí, en este país centavero y michicato que se ha pasado la vida, con la mano estirada y batiente, pidiendo que lo lleven a mil pesos por la puerta de atrás. Y así le va, así nos va. Además porque el problema en este caso de San Andrés y las islas y los cayos y todo eso -la plataforma continental, los islotes, el meridiano 82, los enclaves, la soledad-, el problema no ha sido el pleito mismo ni el fallo ni la discusión jurídica o histórica sobre la soberanía colombiana en esas aguas del Caribe, sino el abandono ancestral de "todo eso" por parte del Estado colombiano. La indolencia de la sociedad, la negligencia de los gobiernos sucesivos. La soberanía es algo que se ejerce todos los días, no solo cuando se pierde. 

Se trata, sin embargo, de una añeja y risueña tradición política colombiana. Quizás la más antigua y depurada de todas, perder territorio, prodigarnos como borracho de feria en lo que se refiere a nuestras fronteras. Nos fascina. Y repito: el tema no es lo que perdemos en sí mismo, como si esto hubiera sido alguna vez un gran imperio. No. El tema es que detrás de cada pérdida despunta siempre un reflejo terrible de lo que somos. Como país, como sociedad. 

Quizás lo que hemos dejado perder los colombianos en nuestra historia habla más de nosotros mismos que lo que pudimos conservar; esa de allá afuera también es Colombia, lo fue un día y por serlo ya no lo es. No nos la quitaron: la perdimos, que es mucho peor. Y hablo no sólo del territorio, que ya sería mucho decir, sino también de la vida en general. De la cultura, del progreso. En el siglo XIX aquí, por ejemplo, había trenes: hoy quedan los rieles, ya oxidados e inútiles, por los que pasaban; esos rieles son un reproche y una metáfora, somos nosotros. 

Quiero insistir en ello para que nadie me malinterprete: no se trata de recordar nuestra historia con dureza y torpeza, lacerándonos felices con el fracaso, omitiendo con saña nuestros triunfos. Pero es que perder no es lo grave sino cómo se pierde. Dicen que el día que llegó a Bogotá la noticia de la pérdida de Panamá, el presidente de entonces, Marroquín, recibió la visita del General Ospina. Le dijo: "General: esta mañana tuve la contrariedad de Panamá, pero la compenso con esta su visita...". Cómase usted otro pandeyuca, seguro añadió. 

Voy a abrir al azar libros viejos sobre Colombia, todos del siglo XIX. En la séptima edición de la Enciclopedia Británica, 1837, nuestro territorio era de 2'116.000 kilómetros cuadrados. En Los Estados Unidos de Colombia, de Ricardo Pereira, 1883, la extensión ya bajaba y no solo por la desmembración de la Gran Colombia: 1'331.000 kilómetros cuadrados. La misma que da Reclus en su geografía, La Tierra a vuelo de pájaro. Hoy nos quedan, según Wikipedia, 1'141.748. Esto quiere decir -aunque no diga nada- que en menos de 200 años Colombia ha perdido, solo en territorio, casi 975.000 kilómetros cuadrados: 24 veces el tamaño de Suiza, 10 veces el de Portugal. O casi, no importa. Todo mientras acá comíamos pandeyuca y bailábamos bambucos. Me entregaron un país y les devuelvo dos, o más. Oh gloria inmarcesible, oh jubilo inmortal. En Del rigor en la ciencia Borges cuenta la historia de un imperio cuyos cartógrafos eran tan precisos que dibujaban sus mapas del tamaño del imperio. Los nuestros lo hicieron igual, pero al revés: el país del tamaño de sus mapas.